A veces resulta útil investigar el origen etimológico de las palabras que usamos cotidianamente.
En el caso de la palabra “desastre”, resulta que el prefijo “dis” en latín significa “separación por múltiples vías”, mientras que “astrum” significa estrella.
La palabra inicialmente se refiere a un fenómeno astronómico observable, como eclipses, cometas o hasta las supernovas.
Pero desde tiempos antiguos, estos fenómenos se consideraban augurios de calamidades que ocurrían en la tierra, como tormentas, terremotos, inundaciones, o incluso guerras y pandemias.
EL PULSO DE LA INDUSTRIA
Los desastres que nos esperan
Evidentemente, esta creencia estaba basada en la superstición y era propagada por los encargados de interpretar la voluntad de los dioses.
Pero también reflejaba sencillamente la incapacidad de explicarse de otra manera tanto los fenómenos celestes como los terrenales.
Aunque se supone que en el siglo 21 entendemos los fundamentos científicos que explican tanto los eclipses como las pandemias, sigue habiendo una buena parte de la población mundial que prefiere escuchar a los profetas de la conspiración, ya sea para negar el fenómeno o atribuirlo a alguna fuerza oscura.
Y eso está peor que simplemente tomarlo como un capricho de los dioses, porque divide a la población en los que creen en la ciencia y los que no lo hacen.
Lo malo es que esta división dificulta los esfuerzos que algunos políticos y líderes sociales quieren emprender para mitigar o prevenir los eventos catastróficos.
Otros se paralizan sin siquiera intentarlo, o en el peor de los casos, hacen suyas las teorías de conspiración para sacar algún beneficio electoral.
El “desastre” está, evidentemente, en la incapacidad de generar consensos para enfocar la acción de todos al beneficio común.
La peculiar discusión sobre si hay que vacunarse o no, es especialmente notable porque los que no se vacunan se exponen voluntariamente a enfermarse gravemente o incluso morir.
Eso, en otro contexto, podría ser interpretado como un acto de heroísmo o abnegación. Pero si le aunamos el hecho que lejos de salvar a alguien ponen en peligro a otros, es simplemente incomprensible, por decir lo menos.
Si seguimos filosofando sobre el derecho de algunos de no vacunarse, sacrificamos el regreso a la normalidad de todos.
El otro desastre cada vez más palpable es el calentamiento global y sus consecuencias. Ahí tenemos la situación que una gran parte de la población ya lo acepta como un hecho, pero no hace gran cosa al respecto.
Y los políticos (y no todos) dicen que hay que hacer algo, pero a la hora de tomar las medidas drásticas que requiere el tema les tiembla la mano.
Es lamentable, pero aparentemente necesario, que haya personas muertas y poblados destruidos por inundaciones o incendios, para que la sociedad reaccione.
El costo de nuestro titubeo va a ser monumental. Ante esta situación, las empresas y los empresarios se convierten en actores centrales.
El empresario puede, sin temores políticos, tomar la decisión que en su empresa tienen que estar todos protegidos contra el virus, y que sus procesos y productos no contribuyan al cambio climático. Muchos lo están haciendo, y su actuación se convierte en una señal de responsabilidad social y desarrollo sostenible. Las empresas que toman estas decisiones se convierten en los preferidos tanto por los consumidores como de los inversionistas.
Priorizar la gestión Ecológica, Social y de Gobernanza en la empresa es indispensable. No solo es una aportación a la sociedad, si no fortalece la relación con colaboradores y socios comerciales. En el idioma provenzal antiguo también existía el “benastre”, los astros que se alinean para los buenos augurios.
Vamos buscando esas señales, convenciendo a los que dudan, eligiendo a los políticos que van a tomar acción, y haciendo lo que nos toca para evitar los desastres que nos esperan.
Por Thomas Karig en Conhectores